Misa Crismal 2016

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Misa Crismal 2016

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción”

Feliz día a Todos. Hoy, Jueves Santo es el día del nacimiento de nuestro sacerdocio en Cristo. 
Al concelebrar, confesamos nuestra fe en este sacerdocio, cuya plenitud se encuentra sólo en Jesucristo y demostramos que Él es el único sacerdote; y cada uno de nosotros comparte con humildad este sacerdocio suyo. También hacemos confesión de que esta participación es comunión, y que en ella está la fecundidad de nuestra misión: “que todos sean uno para que el mundo crea”.

Juntos vamos renovar nuestras promesas sacerdotales, no como un acto formal, ni al modo humano como quien renueva un plazo fijo, para subsistir con magros intereses. Deseamos que Cristo, que "nos abrió camino" a través de la Pascua salvadora, "venga" a nosotros con la potencia del Espíritu Santo y que nos recree con su gracia.

Renovar nuestras promesas sacerdotales es una invitación a  remontarnos a los orígenes de nuestro sacerdocio. Ir a beber de la fuente de nuestra experiencia vocacional, caminar al reencuentro con el “amor primero”, reconociendo con sencillez, como está la llama de aquella primera respuesta en este hoy, distinto pero tan rico en posibilidades. Volver al “amor primero”  para apoyarnos nuevamente en la verdad fundante de nuestra vida y nuestro ministerio: “Dios nos amó primero y nos llamó”. Reposar en éstas palabras el corazón es siempre un aliento para seguir diciendo: “sí quiero”. 

Volver, entonces, hacia esa historia, no simplemente para recordar, sino para hacer memoria. De la memoria agradecida del corazón brota la fidelidad;  hacer memoria del amor Misericordioso de Dios que entonces sentíamos y lo llenaba todo.

Volver la mirada al horizonte de la primera hora, en la que nuestro corazón estaba caldeado por esa amistad especial que Jesús quiso crear con nosotros. Hacer memoria de cómo nuestra vida se abrió al misterio, y cómo al sentirnos amados con predilección, decidimos entregarnos al seguimiento del Maestro, que sólo tiene palabras de vida eterna (Jn 6,68) para ser “Cristo entre los hombres, esperanza de la gloria” (Colosenses 1,27).

Esa fue primera unción que recibimos. A través de ella se clavó en nuestro humano corazón,la fuerza de Cristo, "que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados" (Ap 1, 5). Con esta primera unción, seguramente, nació el sueño de un mundo distinto, un mundo que sea reino de Dios y para el cual ofrecimos nuestro corazón, nuestras manos, nuestros proyectos; todo lo que teníamos con audacia y generosidad. Sin embargo no pocas veces, en el andar de nuestra historia, los sueños se chocaron con la realidad dejándonos un sabor amargo. Construir el reino no era tan fácil, la Iglesia no era tan inmaculada, los hermanos no son lo que esperábamos, ni tampoco nosotros somos los que los demás esperaban, las ansias de santidad se vieron tocadas por nuestros pecados y como resultado de todo ello, nos hicimos más realistas y desconfiados. En un mundo que va mal, no pocas veces, nos hicimos hijos de la desilusión y el desencanto.

Al hacer memoria, de la época inicial de nuestra vida sacerdotal, hagámoslo de modo creyente, unidos a esa primera hora de Jesús en la que la unción tomó palabra y forma; dejó de ser solamente unción interior, para transformarse en unción para la misión, unción sobre su pueblo. Volver a sentir que estar con Cristo supone compartir su vida y sus opciones, la pasión de su corazón, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad en el amor. 

Volver al amor primero nos renueva siempre, porque nos sitúa en la única razón de nuestro ser sacerdotal: el Dios bueno que nos unge porque ama a su pueblo. Al renovar las promesas, que se recree en nosotros la unción  que nunca nos ha abandonado, aunque hayamos dejado que el aceite se ponga rancio al no dejarnos moldear por el amor radical.
Que el encuentro con este amor primero sea fuente de la consolación que nos Dios ofrece, que  no es una palmadita consentidora en la espalda. Es su gracia la que moviliza nuestro corazón, lo enciende de amor a Jesús, y al mundo al que Él quiere salvar, y nos permite vencer resistencias y tentaciones para seguir al Señor, que aumenta en nosotros la fe, la esperanza y la caridad y nos llena de alegría (cf. S. Ignacio, EE.EE., 316). No una alegría ingenua y superficial, sino una alegría interior, profunda. Volver a enamorarnos, para que se encienda en nosotros; como iglesia diocesana; la “dulce y confortadora alegría de evangelizar”.

Renovemos nuestro deseo de arrebatar  los sentimientos de Cristo, cuando nos dice que guiado por el Espíritu, se deja enviar por el Padre al corazón del mundo más herido. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19).

Es por esos caminos por los que el Señor nos envía. Difícilmente podemos estar en nuestro eje ministerial si no nos aproximamos a la carne herida de los hombres y mujeres, si ponemos distancias con las llagas del mundo, y vivimos enredados en nosotros mismos o en internismos y chiquitajes que empobrecen la nobleza de nuestro “amor primero”.

Toda vocación es para la misión y la misión de los ministros ordenados es la evangelización, en todas sus formas. Ella parte en primer lugar del «ser», para luego traducirse en un «hacer». Los sacerdotes están unidos en una fraternidad sacramental, por lo tanto, la primera forma de evangelización es el testimonio de fraternidad y de comunión entre ellos y con el obispo. De una semejante comunión puede surgir un fuerte impulso misionero, que libra a los ministros ordenados de la cómoda tentación de estar más preocupados del consentimiento del otro y del propio bienestar en lugar de estar animados por la caridad pastoral, por el anuncio del Evangelio, hasta las más remotas periferias” (Francisco, 3 de octubre de 2014). Sin misión, ni fraternidad sacerdotal le cortamos la corriente al amor de Dios y su pueblo seguirá sediento. 

Renovemos nuestras promesas con el corazón sereno: “así como el Padre ha puesto su firma sobre todo lo que ha hecho y hace Jesús, su Hijo amado (Jn 6, 27), así también Jesús  pone su firma sobre nuestro corazón sacerdotal y sobre todo aquello que realizamos en su Nombre. El certificado de que hemos obrado en Cristo serán los corazones ungidos y sellados del mismo pueblo fiel de Dios a quien hemos sido enviados a ungir y sellar.  

Muchas gracias por todo lo que hacen. Que Dios los bendiga en la paternidad sacerdotal para que muchos, entusiasmados por lo que descubren en sus vidas, quieran seguir sus pasos.
Mons. Eduardo García
Obispo de San Justo
24 de marzo del 2016

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